La pesadilla del día de Todos los Fieles Difuntos
Este cuento lo escribí hace más de 25 años bajo el seudónimo de Celestino Quintero, con el título 'La pesadilla del día de Todos los Fieles Difuntos', para recordar con un caso lo ocurrido con los 5.100 soldados colombianos que fueron enviados a la guerra de Corea en 1951. Hoy, Evelio Villamizar, con casi 100 años, fue reconocido por Corea del Sur como embajador de paz.
"¡Nooooo...!".
El grito recorrió todos los rincones del Hospital Central de Tokio. Había
salido de la garganta de un paciente que estaba recluido en la habitación 632,
se escuchó en los 200 mil metros cuadrados y los siete pisos de esta mole de
cemento e hizo saltar los platos y cubiertos de quienes almorzaban a esa hora.
El miércoles 24 de octubre de 1951, día de San Rafael Arcángel, amaneció tirado sobre una cama en la que no cabía. Sus uno con noventa contrastaban con el cuartito en el que estaba después de ser herido en combate: una bala le había floreado el dedo gordo del pie derecho y otra le arañó el labio inferior, durante la toma a Kumsong. No era grave, pero tenía que pasar una temporada en medio de la agitación de un hospital en el que médicos y enfermeras luchaban contra la muerte que quería llevarse a decenas de combatientes.
Después de cuatro semanas de bombardeos que le hacían zumbar los oídos, el traslado al hospital era la mejor excusa para tomarse unas vacaciones. Tenía las manos descascaradas: la ametralladora, que no dejaba en paz sino después de disparar tres mil tiros, se calentaba como si estuviera en la puerta del horno mayor del infierno.
En la víspera de ser herido en combate, le oyeron decir que quería pasar una semana en Tokio para comprar chucherías. Quería comerse un bistec y tomarse unas cervezas. Mientras esto se hiciera realidad, tenía que meterse a la boca todo lo que pasara por sus narices porque la intensidad de la lucha no daba para más: unos panes duros que le hacían tronar los dientes, unas lentejas que más bien parecían piedrecitas y unos pedazos de cerdo que se le quedaban a mitad de camino antes de llegar al estómago.
En los escasísimos instantes de descanso, se tiraba boca arriba dentro de la trinchera, cruzaba sus piernas sobre unos bultos de arena, se quitaba el casco, aflojaba los botones del pantalón, se ponía a silbar y entre tonada y tonada limpiaba sus muelas con los restos de hilo del dobladillo del uniforme.
Otras veces sacaba un lápiz y una libreta para agregarle palabras a un diario que empezó a escribir el 15 de junio de 1951, en la fecha de los santos Vito, Modesto y Crescencia, cuando se bajó de un barco en el puerto surcoreano de Pusán, impecable, con los zapatos brillantes y una sonrisa de oreja a oreja que contrastaba con el dolor de la guerra.
Desde entonces soñó con regresar cuanto antes a casa para hacer realidad lo que siempre quiso ser cuando fuera grande: actor. Su mamá aseguraba que tenía la sonrisa, el porte y el talento suficiente para conquistar a cualquier público.
El grito que hizo temblar las telarañas del viejo hospital, a las 13:33, había salido de la garganta de Evaristo Patiño, un suboficial del diminuto pueblo de Chitagá en el sur de Santander, miembro Batallón Colombia, herido en combate en la Guerra de Corea, a miles de kilómetros de su casa. Llevaba internado tres semanas y estaba prácticamente incomunicado y aislado del mundo. No conocía a nadie, no entendía una sola palabra de japonés y de inglés apenas sabía decir yes. En las noches siempre lo despertó el correteo de médicos y enfermeras y lo desveló el lamento sin fin de los paciente, casi todos soldados, que se iban muriendo uno a uno por la gravedad de las heridas.
El alarido de aquella tarde no era para menos. Seis horas antes una enfermera entró a su cuarto, lo saludó, lo cogió del cuello y de las piernas, lo cargó como a un niño, lo subió a una camilla que dejaba colgar sus pies y lo trasteó por un largo corredor, como el que deben recorrer los condenados en el pabellón de la muerte. Después atravesaron las puertas de vaivén de un quirófano que descansaba menos que los cañones.
Con
las luces sobre sus ojos y tres miradas encima, se durmió sin darse cuenta.
Despertó sobre la una y media de la tarde. Ya estaba en el cuartito de siempre.
Pero, cuando pasó la lengua por su boca, presintió que algo andaba mal. Como
pudo, en medio de la bobera que aun tenía por la anestesia y que parecía
derretirle el cerebro, se sentó. Puso los pies en el piso de cuadros negros.
Dio uno, dos, tres pasos corticos, arrastrando su largo esqueleto, hasta estar
de frente al espejo que apenas le dejaba ver la cara.
Evaristo nunca supo porqué, pero esa fría mañana japonesa del 2 de noviembre, un dentista, un anestesiólogo y una enfermera le arrancaron todos los dientes... Le arrancaron la vida... el día de Todos los Fieles Difuntos.
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