En la intimidad de las Farc


(Este reportaje fue escrito a propósito de la Décima Conferencia de las FARC, que se realizó en los Llanos del Yarí, Caquetá, que se realizó entre el 17 y el 23 de septiembre de 2016).


Más allá de lo que decidió la cumbre de las Farc, en el contacto con los guerrilleros rasos lo que sale a relucir son las ganas de dejar la guerra ya. Hablan de lo terrible de los bombardeos, de las ganas de reencontrarse con sus familias, pero sin dejar a “sus hermanos” guerrilleros. Reportaje en la entraña del grupo guerrillero más viejo del hemisferio occidental que deja las armas, a propósito de lo ocurrido a mediados de septiembre.

Lo que ocurre aquí en las sabanas del Yarí, a casi mil kilómetros de Bogotá, es único e irrepetible. Más de 1.500 mujeres y hombres de las Farc reunidos para esperar que el máximo organismo de su organización –la Conferencia Nacional Guerrillera- les indique cómo será el camino de la paz.

Y esperaron lo que les indicó porque es una organización disciplinada en el rigor de la guerra y del trabajo político del Partido Comunista Clandestino. Por eso, las respuestas sobre el futuro que les espera son prácticamente las mismas. Se refieren a lo que sucederá con la organización, no necesariamente con los sueños individuales.

Estar aquí es único e irrepetible por el encuentro de tantas guerrilleras y guerrilleros porque fue la última vez que se reunieron como grupo armado, porque fue la única en la que por momentos eran más los periodistas que los guerrilleros. Porque montaron una logística al estilo de un parque temático para que los extraños se aproximaran a algo de la vida en la insurgencia, pero sin lo angustioso de la guerra.

Los guerrilleros llegaron de todas partes del país acompañando a sus delegados a la Conferencia. Lo hicieron con las garantías del Gobierno para movilizarse, lo que  nunca antes había ocurrido en esa magnitud. Es la última ocasión en la que se verá tanta guerrillera y guerrillero junto en una zona alejada de todo, a casi 40 grados de sensación térmica, una humedad enorme y la amenaza de los bichos propios de estas zonas.

Joaquín Gómez es miembro del Secretariado de las Farc, hombre fuerte de la estrategia militar en el Bloque Oriental y parco con las respuestas. El miércoles, cuando los periodistas logramos entrar en montonera al sitio donde se reunieron los 207 delegados a la cumbre guerrillera, le respondió a este diario una pregunta, pasando por encima de la restricción de no hablar. “Llegó el tiempo de la paz, pero paz con justicia social, porque la paz no puede ni debe entenderse como el silencio de los fusiles. Si no hay justicia social seguramente no habrá paz”, dijo sin pensarlo dos veces. Es una respuesta generalizada.

“Un bombardeo es aterrador; eso no se lo deseo a nadie”, dice un guerrillero caldense, que lleva 20 años en las Farc, al pie de una pequeña quebrada que sirve para el baño diario. “El día en el que creía que me moría fue durante un bombardeo en el Meta. Esa vez murieron 27 compañeros. La guerra es muy verraca y por eso hay que acabarla y estamos de acuerdo con la paz”, dice emocionado y sin ganas de querer dejar de hablar. Cuenta incluso que lleva 22 años durmiendo en hamaca.

Otro es Felipe Rodríguez, uno de los pocos que se atrevió a dar su verdadero nombre respondió recién llegamos a las sabanas del Yarí: “Han vivido cinco generaciones en constante guerra. Los niños se merecen una Colombia en paz y que los hijos de esos niños también vivan en paz”. Felipe es de Caucasia Antioquia. Tiene 23 años y lleva 10 en las Farc. Pertenece  a la compañía móvil José María Carbonell.

El viernes, pasada la 1 de la tarde y media hora después de que el Estado Mayor anunciara el respaldo unánime de la X Conferencia al Acuerdo Final,  los compañeros de Felipe lo buscaban como locos. Su mamá, a quien no veía desde hacía 10 años, estaba ahí. Había ido con la esperanza de encontrarlo y se hizo realidad. Fue un momento emocionante. Como lo fueron muchos otros casos en las mismas circunstancias. Papás, mamás, hermanos, primos, sobrinos, tíos y tías llegaron con el mismo sueño que se hizo realidad.

Como hormigas, unos 500 periodistas nos metimos en cada rincón de este sitio enorme para buscar testimonios de hombres y mujeres de carne y hueso que se están preparando para la paz después de estar de cabeza en la guerra. Los vimos ocupados en la preparación de  alimentos, arreglando una res recién sacrificada, jugando fútbol con botas y pantalón camuflado, bañándose en la quebrada, reunidos en cualquier espacio para ponerse al día con las historias de sus compañeros de otros frentes, saludando a los extraños sin ninguna prevención, cumpliendo funciones de periodista, haciendo una cola interminable para por lo menos hablar cinco minutos con un familiar del que no saben nada hace 10 años, aprovechando que tienen permiso para llamar por teléfono. Algunos lo piensan porque “sé que la cucha está viva, sé que está ahí, pero debo hacerlo poco a poco, hay que cogerla despacio porque no los veo hace 22 años”.

Ya la guerra se fue. Sandra es de Arauca. Integró el anillo de seguridad de Jorge Briceño y estaba con él cuando el operativo del 22 de septiembre de 2010 en La Macarena, cuando murió uno de los hombres que más poder ha tenido en las Farc. Seis años después hace la reflexión de lo que significa para ella la paz.  “Es una alegría para nosotros llegar a este momento porque es algo que veníamos buscando desde hace mucho tiempo. Uno dice por qué no se dio esto antes. No había necesidad de que el país sufriera todo lo que ha sufrido”.

Curiosamente el nombre ‘Farc’ brilla por su ausencia aquí. Salvo una bandera a la entrada de este campamento y los escudos en los uniformes de quienes aún visten camuflado en ninguna otra parte aparece. Premonitorio o intencional, pero está claro que el nombre quedará en el baúl cuando se oficialice el nombre del nuevo grupo político. En cambio, la bandera de Colombia preside la mesa en la que los comandantes comparecieron ante la prensa.

Precisamente, el país está en la cabeza de quienes deberán ir pronto a las zonas veredales para empezar la dejación de armas y vincularse al proceso de reinserción a la vida social y económica. Muchos esperan mejorar y formalizar las actividades en las que se hicieron hábiles, como Paula, una muchacha tulueña a la que poco le queda de acento de esa región del país y que ya no recuerda cuando se comió el último pandebono.  Hizo parte del equipo de comunicaciones de las Farc durante la X Conferencia, tiene experiencia en propaganda, fue maestra de ceremonia en la clausura y espera homologar lo que ha aprendido. Lo mismo sucede con las enfermeras, por ejemplo.
Paula está apurada porque no se puso maquillaje. “La vanidad como mujer la hemos mantenido todo el tiempo. El hecho de que carguemos un fusil no quiere decir que la feminidad la hayamos perdido. Hay mujeres que cargan armas de apoyo y son muy femeninas. Si van a un campamento donde haya muchas mujeres todo está en orden y los equipos están colmados de moñas, caimanes, esmaltes…”

Llegó a la guerrilla después de que la familia debió marcharse para el Caquetá huyendo de la persecución de los paramilitares del Bloque Calima, después de que mataron a un tío a garrotazos. Habitualmente tiene una boina como las que usó Fidel Castro cuando entró triunfante a La Habana y su color canela se destaca sobre el verde oliva del uniforme. No le queda casi nada de su Tuluá natal, porque muy niña llegó al Caquetá. Tiene 26 años y llegó a las Farc hace 10. “El movimiento me creó las posibilidades de seguir estudiando, volví a Tuluá y me pagó todo el estudio”, cuenta antes de decir que las Farc son como una familia. 

“A diferencia de lo mucho que se ha dicho de las Farc, en su parte interna es una familia y yo creo que esa va a ser una de las cosas más difíciles cuando demos el paso a movimiento político. Cada quien cumplirá sus misiones independientes y la vida en colectivo se echará muchísimo de menos”.

Al margen de los bombardeos, que obligaron a los guerrilleros a cambiar la rutina y empezaron a acostarse a las 6:30 de la noche y  a levantarse antecitos de las 5 para no tener luces prendidas, hubo algo que no fue fácil para Paula: “Yo creo que lo más difícil fue haber aprendido a hacer de comer, porque yo no sabía y me tocó. Lo otro como mujer que incomodó al principio fue que me daba pena bañarme en ropa interior porque en la casa están la ducha y ese espacio de privacidad”.

Hay mil historias aquí en el Yarí, que recuerdan lo duro que ha sido la guerra. Si lo fue para los armados, ¿qué habrá sido para los civiles? 

Sabanas del Yarí (Caquetá)

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